lunes, 7 de enero de 2008

La Dama del Lago

La primera vez que estuve en Navalesa yo tendría seis o siete años. Nos llevó –a mí y a mi hermana mayor- mi padre, que había descubierto las ruinas de este despoblado pocos años antes. Por aquel entonces aún quedaban muchos edificios en pie y aunque la vegetación había invadido la mayor parte de las calles todavía podía pasearse por algunas y entrar en las casas y edificios públicos. Lejos de parecernos un lugar triste, recuerdo que lo pasamos muy bien, hasta encontramos juguetes en algunas casas.
El verano pasado visitamos de nuevo las ruinas de la ciudad pinariega. Mi padre buscaba documentos sobre un piloto alemán, Sigfried Sonnerman que pasó parte de la guerra en Soria y del que se sospecha que tuvo algo que ver con los maquis de Pinar Grande y Cebollera. Sigfried murió en el aeropuerto de La Rasa (Burgo de Osma) en circunstancias todavía no aclaradas. Hasta hace poco la lápida que conmemora su muerte podía verse a la derecha de la carretera que lleva de La Rasa a Navapalos, pero alguien se la ha llevado. Un misterio más.
Navalesa, o lo que queda de ella, sigue en medio del pinar, en un paraje ya casi inaccesible hasta para los vehículos todo terreno, y más si no se conoce su emplazamiento exacto. No creo que hoy día queden ya muchos capaces de llegar hasta allí y, viendo lo que ha pasado en otros lugares (pienso en Belchite) quizá sea mejor que así sea.
No voy a contar aquí su historia, la historia de Navalesa, pues ya es famosa, pero sí decir que desde que la conocí por primera vez, siempre me ha impresionado su aire de desolada grandeza, su trágica belleza solitaria sofocada día a día por el abrazo vegetal del bosque.
De entre los edificios que quedan todavía en pie sobresale el antiguo casino con su amplio salón de actos. Más de una vez he soñado recorrerlo melancólicamente, escuchando mis pasos por las desiertas estancias… Impresiona ver los murales que pintara en su día Rafael de Penagos, o pensar que en su salón de actos habló Antonio Machado, José Tudela o Luis Carretero Nieva. Mientras, pasan los años y se va olvidando la gesta de los navalesanos, muertos o dispersados casi todos por la guerra civil (los últimos supervivientes se unieron al Eusko Gudarostea), los pocos restos todavía identificables que las ruinas custodian van deteriorándose de año en año. Algún día, dentro de no mucho, será imposible llegar hasta sus casas y plazuelas, o –lo que es peor- no quedará ya nada que justifique el viajar hacia ellas.
Pero de la última visita regresamos todavía con bastante material en buen estado. Me refiero a material escrito. Actas del ayuntamiento, legajos judiciales, viejas escrituras, o ejemplares del ECO DE NAVALESA, cuya colección completa ha ido trayéndose mi padre en viajes sucesivos y que guarda en su casa de campo en la confianza de que, algún día, estas cosas vuelvan a interesar a alguien.
Y fue en un ejemplar del ECO, concretamente el de la segunda quincena de mayo de 1932, donde encontré la historia de la Dama del Lago. Una historia que desde entonces me ha fascinado y ha conseguido también robarme más de una noche de sueño.
Lo primero que me llamó la atención y me forzó a leer fue la reproducción de un grabado del XIX, que ilustraba la historia. La acción transcurría en la cercana Laguna Negra, y el grabado, horripilante, representaba el encuentro en el fondo de su piélago, de los restos de dos personas, un hombre y una mujer…
La mujer vestía a la moda de principios del XIX y el hombre un traje de torero de la época goyesca. El artista, de muy rudimentarios recursos, no se había preocupado de la incoherencia que suponía representar los trajes en buen estado, pese a la inmersión en el agua de la laguna, mientras que los ahogados aparecían ya completamente desencarnados, puro esqueleto…
Tan macabro, tan de “España negra”, me pareció la ilustración que no tardé en leer la historia de cabo a rabo, ya en el viaje de vuelta hacia Soria.
La firmaba uno de los colaboradores habituales de EL ECO DE NAVALESA, Simón Apezcoitia (no sé si sería un seudónimo, porque el apellido parece vasco), siempre interesado -a juzgar por la temática de la mayoría de sus colaboraciones- en asuntos de historia y de leyenda. En aquella ocasión Apezcoitia confesaba haber encontrado un manuscrito en los archivos del monasterio burgalés de Oña[1], debido a la intervención que tomó en los hechos allí descritos el Santo Oficio. También, ya lo iremos viendo, participó el poder temporal, aunque no parece que se produjera un conflicto de jurisdicciones.
Pero vayamos a la historia. Cuenta Apezcoitia que había en la villa burgalesa de Neila una dama de alta alcurnia de nombre Asunción casada a la sazón con otro noble de la comarca, del linaje de los Goyti. La belleza de la dama era notoria y comentadísima en el entorno. Casi tanto como la circunstancia de que el matrimonio, pese a estar bendecido por dos hijas y un niño, distaba mucho de ser feliz. El carácter del barón (Nicolás era su nombre) no era de los más dulces ni amables y pronto aquella unión, que probablemente había nacido no del amor sino de los intereses de casta, quedó reducida a un mero contrato conyugal. La diferencia de edad –el barón casi doblaba los años de la baronesa- no contribuía a estrechar los lazos de la pareja. Hacía cada uno la vida que prefería a su gusto y el marido pronto comenzó a entretener sus ocios participando en corridas y capeas allá donde se celebraran.
Tanto porfió en aquella su afición que pronto se desentendió de cualquier asunto que no tuviera que ver, directa o indirectamente con el planeta de los toros. Lo insólito de su pasión, lo que hizo murmurar a muchos, es que, a diferencia de otros nobles que se han interesado por la tauromaquia, nuestro hombre desdeñaba el toreo a caballo, el arte del rejoneo, y gustaba de participar con lo que era ya su incipiente cuadrilla en el toreo a pie, tenido hasta entonces como propio de villanos y de la clase del común.
Pronto, para pasmo de los aristócratas burgaleses y sorianos relacionados con su familia, el barón Nicolás se convirtió en torero de los pies a la cabeza y, a deducir por los datos que reproducía el artículo de Apezcoitia, no de los peores.
Mientras tanto Asunción languidecía en la casa solariega de Neila, al cuidado de sus hijos, que se habían convertido para ella en su único motivo para vivir. Casada en plena adolescencia con un hombre al que no amaba, despreciada por éste, que desdeñaba su compañía por la de banderilleros y meretrices, la dama hubiera pasado el resto de su vida consagrada a la educación de los tres hijos del matrimonio de no ser por…
Un buen día visitó al matrimonio un caballero soriano, Gabino, del linaje de los Chancilleres, emparentado lejanamente con la dama. El soriano, algo mayor que su prima pero mucho más joven que su marido, quedó enamorada de ella a los pocos minutos, tanta y tan profunda era la belleza y la bondad, que –al decir de las gentes- emanaba del óvalo de su cara, de su largo cuello y de sus negros cabellos rizados. Pronto ella notó en su cuerpo sensaciones que creía olvidadas y, cuando la primera insinuación se produjo, ella respondió con escasa demora.
Los dos comenzaron una corta historia de amor a espaldas del noble torero y, por supuesto, del resto de la sociedad de su tiempo.
Se sucedieron las visitas justificadas de un modo cada vez menos creíble por las relaciones interfamiliares, y luego las citas furtivas en el pinar, con el pretexto de partidas de caza o de paseos hípicos, aduciendo la cata y doma de un nuevo alazán…
Para su desgracia, un secreto a voces.
No tardó mucho el barón en saber por terceros de lo que pasaba a sus espaldas. Cuando lo supo montó en cólera, pese a que no amaba –nunca había amado- a Asunción, la consideraba de su propiedad. Por lo demás, le dolía ser traicionado por alguien que había entrado en su casa acogiéndose a su hospitalidad. No le resultaba tampoco plato de gusto ser burlado por alguien más joven y, por lo visto, más apuesto.
Pensó en tomar venganza personal, retando a duelo al soriano, también pensó luego en hacer ingresar en un convento a la adúltera, pero antes que todo pensó en sorprender públicamente a la pareja en medio del pecado…
Pensó muchas otras cosas, aunque casi todas las descartó. No le convenía ni le gustaba el escándalo, ni el convertirse en el hazmerreír del populacho. Pronto llegó a la conclusión de que era mejor vengarse en silencio, que sus sicarios degollaran al adúltero cuando fuera o volviera de sus citas pecaminosas. Sabía que la muerte del objeto de sus amores sería el peor de los castigos para Asunción…
Pero el tiempo, o el destino, no le permitieron culminar sus proyectos. Una tarde de sol, en la plaza de Roa, el barón fue corneado bárbaramente por un toro del campo charro. Los físicos que le atendieron pensaron en un principio que podrían salvarle la vida, pues la cornada no había interesado órganos vitales y pudieron cortar la hemorragia sin mucho esfuerzo. Pero en los días siguientes se le declaró una infección generalizada que los médicos no pudieron atajar de modo alguno. Él, por su parte, pese a las mentiras piadosas de los galenos intuyó enseguida que iba a morir. Confesó a los más allegados que lo que más le dolía, en aquella tesitura, era dejar en agraz su proyecto de venganza.
Poco antes de morir hizo venir al notario de Salas de los Infantes y mandó también llamar a su esposa, que durante su enfermedad había demostrado un dolor y un desconsuelo perfectamente mensurables. Como luego se supo, el barón amenazó a su cónyuge con repudiarla en el lecho de muerte, lanzando la acusación de adulterio, aparte de desheredar a sus tres hijos declarándolos bastardos. Ya entre los delirios de la agonía el malvado le pintó con los peores colores el futuro de su descendencia. Privados de medios económicos y del apellido, hijos presuntos de una relación adulterina (pues tal cosa pretendía declarar ante el notario), se verían arrojados al torbellino de la vida en la peor de las condiciones. Si ella quería evitarles este destino tendría que seguir punto por punto los términos de un codicilio que a continuación pensaba dictar.
Como luego se supo las condiciones eran las siguientes. Cuando él muriera había de hurtarse su cadáver del lugar donde fuera enterrado y, tras vestirle con el traje de luces con el que el toro le había corneado en Roa, ser arrojado al centro de la Laguna Negra, en un lugar preciso que debería señalarse con una boya. Cuando pasara no más de una semana, su viuda debería embarcarse en una chalupa de fondo plano capaz de soportarla a ella y a su caballo preferido, pues ella –vestida con sus mejores galas- debería embarcarse montada sobre él. Una vez que la barca llegara a la altura de la boya que señalaría la tumba acuática de su marido, el notario debía certificar estos extremos y a partir de ahí quedaría ella sin más requisito en posesión de todos los bienes legítimos y se anularían todos los documentos -que él dejaría también firmados- acusándola de adulterio, repudiando a los hijos, etc.
Visto así, no parecía más que una excentricidad de moribundo, pero inofensiva al fin. La realidad, sin embargo, era muy otra, y la baronesa enseguida la adivinó, como luego veremos.
Poco después murió el barón y sus deseos se cumplieron. Tras el sepelio un grupo de fieles extrajo su cadáver del panteón familiar y lo arrojó a la cercana Laguna Negra. No, sin embargo, sin que el robo sacrílego fuera descubierto y execrado por el clero local. Comenzó a conocerse la verdad, hay quien dice que debido a indiscreciones del propio notario, o de los mismos sicarios que habían participado en el robo.
Se hicieron investigaciones discretas, pero la sombra del poder del barón, aún después de muerto, era considerable y nadie quiso comprometer su futuro enfrentándose directamente a sus proyectos.
Pocos días después la pobre Asunción cambió el luto de circunstancias por uno de sus mejores trajes y se embarcó en la nave de fondo plano que, mientras tanto, se había hecho llegar a la laguna. Antes de subir con su caballo, sin embargo, habló a los presentes, que eran muchos, pues la curiosidad por la extraña promesa había hecho llegar a aldeanos de las poblaciones cercanas.
Los documentos de la época dicen que la baronesa estaba muy hermosa subida en su montura preferida y que vestía una camisa blanca abullonada que resplandecía al sol incierto de la mañana, sobre todo cuando se despojó de la sobrepelliz que la ocultaba.
La baronesa maldijo ante todos al difunto marido, confesó su amor por el caballero Gabino y anunció que en cuanto llegara al centro de la laguna la verían morir, pues sospechaba que su marido había hecho llegar desde la Corte a uno de los mejores tiradores del reino. Este anuncio provocó que la muchedumbre se encrespara, algunos salieron en busca de la autoridad más cercana, otros, lanzándose al agua, quisieron impedir que la nave se separara de la orilla y avanzara hacia el centro del lago, donde le esperaba la muerte. Otros, más decididos, salieron a patrullar por las inmediaciones esperando descubrir al francotirador si, como la que iba a ser pronto su víctima había vaticinado, se ocultaba entre las frondas que rodeaban la laguna…
Todos los intentos fracasaron. El piloto de la nave, acuciado por los altos emolumentos que le habían sido prometidos, prosiguió inflexible su trayectoria. La dama, por su parte, tampoco le estorbó en su cometido, dando a entender que lo aprobaba, por no quedarle otro remedio.
Quienes la vieron adentrarse en las aguas, dicen que iba roja de ira, pero que los arreboles la hacían todavía más bella, erguida como estaba sobre el fiel caballo. Iba hacia la muerte y la movía el amor filial, el deseo de evitar a su descendencia el oprobio y la miseria.
Sabía que, bajo el espejo oscuro de la laguna, le esperaba su rencoroso cónyuge, desando unirse para siempre con ella.
Sus temores se confirmaron. Cuando estuvo en la vertical que señalaba la boya todos la vieron escudriñar las orillas, queriendo descubrir de dónde le llegaría la muerte, pero nadie habló, en aquella lúgubre jornada, de que temblara por el frío de la mañana.
De la muchedumbre que todavía permanecía en la orilla emanó un murmullo de preocupación y muchas fueron las voces que, entre sollozos, rogaban a la señora que volviera o, al menos que bajara del caballo y se ocultara tras su grupa. Otros insultaban al barquero y le exigían que trajera de vuelta a su pasajera a la orilla, pero sin que ni unos ni otros consiguieran variar en absoluto la dramática escena: allí seguía, indignada pero no asustada, la víctima. Escuchábanse –mientras- los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que escudriñaban las orillas en busca del verdugo.
Fue entonces, dicen los cronistas, cuando sonó un disparo –uno sólo bastó- y todos vieron florecer un clavel granate en la blanquísima pechera de la figura femenina sobre la que convergían todos los ojos. Ella se alzó por última vez sobre los estribos, como si quisiera, medio inmersa ya en las sombras de la muerte, reconocer a su asesino entre las copas de los árboles que bordeaban la laguna. Quienes vieron la escena, declararon después que Asunción tuvo tiempo todavía de persignarse el pecho con la señal de la cruz y aún otros afirman que abrió la boca para decir algo, pero nadie pudo escuchar nada. Luego se desplomó, blandamente, en un revuelo de blondas y mecida por una onda de voces solidarias que querían arroparla en su último momento, se hundió en las aguas. Quedó su gorro flotando, que el barquero, más preocupado por su integridad que por recuperarlo, abandonó a su suerte, mientras trataba de ganar la otra orilla y hurtarse a la indignada multitud que veía en él al único chivo expiatorio de aquel sacrificio horrible.
Nunca se supo quién fue el misterioso fusilero que se llevó por delante la corta vida de la que a partir de entonces se conocería como La Dama del Lago. En las investigaciones que subsiguieron se hizo encuesta del paradero del tirador de elite amigo de Nicolás, pero según parece éste ni siquiera se encontraba en España.
De esta historia sabemos muy poco más. Que el caballero soriano, Gabino, cuando supo lo sucedido, se volvió loco de dolor y partió para un largo viaje del que nunca regresó.
Que el notario tuvo que explicar muchas cosas a las autoridades civiles, aunque se dio tácitamente por bueno el codicilio, y en honor al mismo los hijos del matrimonio fueron confirmados en prebendas, títulos y posesiones. Lo más curioso es que de no haber intervenido, a posteriori, el Santo Oficio, poco o nada sabríamos de toda la historia. En efecto, debido al robo sacrílego del cadáver y a la sospecha de que la dama, al aceptar su muerte, hubiera incurrido en pecado de suicidio, la Inquisición tomó cartas en el asunto y, con su proverbial meticulosidad, halló verdad en todo ello, aunque no llegó a conclusión alguna (quizá porque no había a quien meter el diente, todos estaban muerto o huidos) y terminó por dar carpetazo a todo el asunto…
Y eso es todo, porque no he podido hallar documento alguno que hable de esta historia. A veces pienso que sólo es una romántica y melodramática leyenda fruto de la imaginación de Apezcoitia. Puede ser, quién sabe… Pero el grabado que reproduce EL ECO DE NAVALESA y que, según Apezcoitia, ilustraba un pliego de cordel relativo a la leyenda de la Dama del Lago, parece bien real…
Hay una manera de saber si todo fue cierto. Bastaría con sondear la laguna, pero siempre se ha dicho que no tiene fondo. Yo prefiero quedarme con la duda.
[1] O quizá procedente de ellos, no tengo ahora el dato a mano

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