miércoles, 3 de noviembre de 2010







Fotos de Leica

domingo, 12 de octubre de 2008

Alexander Mackendrick

El otro día descubrí, casi por casualidad, que cinco de las películas que más me han gustado a lo largo de toda mi vida, estaban dirigidas por el mismo cineasta, de quien –la verdad- no había oído hablar en mi vida.
Una de las películas míticas de mi infancia fue Sammy. Huída hacia el Sur. La historia de un niño que vive junto a sus padres en El Cairo y que, cuando ellos mueren, decide reunirse con su único familiar vivo: una tía que vive en Sudáfrica. Así que el pobre Sammy debe recorrer casi toda África, de Norte a Sur. Y no lo hubiera conseguido de no ser por la ayuda de un estrafalario cazador incorporado por Edward G. Robinson. Aunque soy consciente que esa película tiene para mí un significado que tendrá para pocos, me gustaría saber si fue importante para otros. Aunque tengo una copia, hace bastante que no la veo, pero creo recordar que los padres mueren, al comienzo de la película, en los disturbios que siguen a la invasión de Suez por las tropas anglofrancesas, en 1956. Algún día tendré más tiempo para explicar cosas que a mí me sugiere este film que dejó una gran impronta en mi infancia.
El quinteto de la muerte es otra gran película, mucho más conocida, donde aparece uno de los autores-fetiche de Mackendrick. Cinco gansters, capitaneados por Alec Guinnes, se albergan en casa de una viejecita, que resulta dura de pelar. Su coartada será que forman un quinteto, creo que de cuerda.
El hombre del traje blanco¸ de nuevo protagonizada por Alec Guinnes, es la historia de un inventor chiflado que descubre –no por casualidad- una fibra indestructible y que permanece siempre inmaculada. Como es lógico todo Manchester emprende su busca y captura ante el riesgo de que provoque un crack de la industria textil. Finalmente la misteriosa fibra se demostrará soluble en agua… En un guiño improbable, de puro fácil, que me recuerda la triquiñuela de H.G. Wells cuando, en su La guerra de los mundos hace morir a los malísimos marcianos de un modesto resfriado. Y eso cuando los terrícolas habían probado todo tipo de armas contra ellos…
Pero la más entrañable, y la última que descubrí, fue sin duda La pequeña Maggie, la historia de un pequeño vapor que se dedica al cabotaje de bajura tripulada por un puñado de entrañables liantes. Entre ellos y su capitán conseguirán sacar de sus casillas a un empresario yanky que termina por aprender la lección de que hay cosas más importantes que la eficacia y la competitividad.
Cuando descubrí que el hilo conductor de todas ellas era Mackendrick, me puse a la tarea de visionar el resto. Esperan su turno Mandy, Viento en las velas y No hagan olas.
Ya les contaré…
(Esta es la primera entrada no dedicada al mundo de la fotografía. Pero es que la motivación de este blog es ir mostrando todo lo que constituye mein eigentum. Es decir: mi propiedad).

lunes, 29 de septiembre de 2008

La saga de las Pentax

En los años sesenta, justo cuando se impuso Nikon en los ambientes del periodismo gráfico, muchos reporteros del mundo pudieron comprobar lo que suponía llevar colgadas del cuello un par de Nikon F con el jodido Photomic además de 3 o cuatro objetivos (donde no había de faltar, sobre todo para asuntos bélicos un 300mm F:4,5, que él solito pesaba casi un kilo). No es de extrañar que muchos buscaran una alternativa. Entonces no había muchas. Descartada la Leica, que sí era más pequeña y ligera, pero no era reflex (salvo las Leicaflex, pero esa es otra historia), quedaba Minolta (que nunca se ha caracterizado por su minimalismo) y... Pentax. Aunque hoy una vieja Spotmatic pueda parecernos todo menos compacta, comparada con una Nikon F, e incluso con el clásico "segundo cuerpo" de un nikonero, la sufrida Nikkormat, entonces representaba un alivio considerable a la hora de transportar un equipo decente por esos campos y arrozales. Quien haya tenido en sus manos una Spotmatic recordará para siempre la impresión de calidad, de precisión y de estilo que emana de sus líneas casi perfectas. Sobre todo en los primeros modelos, todavía sin la antiestética zapata para flash adherida al pentaprisma. La Spotmatic recibió su nombre de un prototipo nunca producido que usaba una lectura central (spot) y que finalmente se desechó a favor de una promediada, aunque con preponderancia al centro. La primera Spotmatic hera directa heredera de las viejas Pentax de la línea "S", a su vez descendientes de las pioneras Ashaiflex. El interesado podrá contemplar en este blog (si no ahora mismo, en el futuro, cuando tenga tiempo para añadir las fotos), algunas de estas Pentax "S". Sin ánimo de ser exhaustivo (que diría César Vidal en "La linterna"), Tengo dos S1a, una S3 y una SV. Todas ellas son cámaras manuales, sin fotómetro incorporado (aunque podía añadirse uno sobre el pentaprisma, conectado -como los "photomic"- con el dial de velocidades, pero sin lectura a través del objetivo). La S1a es un modelo menor, con la gama develocidades reducida de 1 segundo a 1/500. Pero, curiosamente, hay un espacio entre el 500 y la "T" que corresponde a la velocidad de 1/1000 y funciona como tal. ¿Increíble?, por lo visto una manera de ofrecer un producto un poco más barato, pero usando el mismo obturador. La S1a tiene la misma línea de las primeras Pentax, que no cambiará (evolucionando) hasta la aparición de las Spotmatic. Es una cámara sin misterios ni sofisticaciones pero fiable y segura. La S3 es prácticamente idéntica, salvo por el contador de fotogramas, más arcaico en apariencia que el de su predecesora y por su velocidad máxima de 1/1000 (aunque, como ya hemos dicho...). La SV, sin embargo, añade un gadget bastante corriente en toda cámara que se precie. Me refiero al disparador automático (la "V" alude a esta posición en los obturadores, que señala esta utilidad), aunque el diseñador ha elegido un lugar verdaderamente bizarro para situar el mecanismo. No esperen encontrarlo a la izquierda del objetivo y movilizado por la típica palanquita de marras. De hecho sería algo difícil para un profano encontralo. Es un grueso añillo moleteado que rodea el botón de rebobinado. Se "tensa" girándolo en el sentido de las agujas del reloj y se "dispara" mediante un botón situado a su lado. Recuerda algo a las viejas Exaktas, que tenían el autodisparador a la derecha, pero con un funcionamiento parecido (aunque más sofisticado, pues mediante su uso podían lograrse exposiciones de hasta diez segundos, habilidad que copió Nikon para su F2).
Luego vino la Spotmatic, de la que se construyeron muchas variantes, como la SP500, con la velocidad máxima reducida a este guarismo. La principal característica de la Spotmatic era la lectura a través del objetivo, lo que se conseguía cerrando el objetivo al diafragma de trabajo mediante un cerrojo o palanca situado a la derecha de la montura del objetivo. Una aguja en el visor había de ser centrada moviendo velocidades o diafragmas. El esquema, dentro de su sencillez, se convirtió en un clásico imitado mil veces y nunca mejorado. Tenía sus limitaciones, porque por esos años otras marcas (pienso en Minolta), ya habían solucionado el asunto de transmitir el diafragma de trabajo al fotómetro sin necesidad de cerrarlo. Este era el precio que Pentax tenía que pagar para mantener su fidelidad a la rosca de 42mm conocida por casi todo el mundo como "rosca pentax" (aunque, en puridad, fue impuesta por la Praktica). Quien escogía Pentax lo hacía por tanto, seducido por su estética impecable y por su -relativa- compacidad y ligereza. Sin olvidar la calidad de los objetivos Takumar, pioneros en su multirecubrimiento electrónico. En aquellos tiempos felices el poseedor de una Spotmatic tenía a su disposición no sólo los legendarios Takumar, sino cientos -literalmente- de objetivos de otras marcas niponas y germánicas que usaban todos ellos la misma montura de rosca.
El problema del que hemos hablado, el de transmitir el diafragma al cuerpo, estaba resuelto desde hacía tiempo para las cámaras con bayoneta, pero representaba mucha mayor dificultad para la montura de rosca, pues era difícil que el objetivo quedara siempre en la misma posición al colocarlo. Mamiya resolvió este problema en sus MSX mediante una pequeña leva que "enclavaba". Praktica usó (muy pioneramente) nada menos que contactos eléctricos que transmitían estos valores. Pentax, por su parte, hubo de abordar este reto en su primer modelo semiautomático, la Pentax ES. Se decidió mantener la rosca "pentax" y crear una nueva serie de objetivos dotados de una leva interior que transmitía el diafragma de trabajo al fotómetro. Por lo demás la Pentax ES era una de las primeras cámaras automáticas (con prioridad al diafragma), a la vez que mantenía una gama amplia de velocidades mecánicas (de 1/60 a 1/1000). Para situar la voluminosa batería de 6 voltios hubo que remover el autodisparador. Por fortuna se recuperó este mecanismo en el siguiente modelo, la Pentax ES-II, que usaba baterías de tamaño más razonable. La ES y la ES-II seguían siendo "spotmatics", más sofisticadas, con aditamentos electrónicos, pero con muy pocas diferencias estéticas respecto al arquetipo. Con todo el tiempo de las cámaras con objetivo a rosca llegaba a su fin. Pentax tardó en decidirse, pero finalmente lanzó su propia bayoneta, la "K", que ofreció sin derechos a todos los fabricantes, en la esperanza de que se convirtiera en "universal", como lo había sido la rosca de 42 mm. Algunas marcas aceptaron usarla, como Ricoh, Chinon, Cosina y alguna otra, como la rusa Alma (véase la 103). La línea de cámaras "K" era clara sucesora de las Spotmatic. Por ejemplo la "KM" es prácticamente idéntica a su antecesora, salvo por algunos cambios en el pentaprisma y por unos coquetos rebajes en su parte inferior. El aire de familia se mantiene en la más sofisticada KX, una cámara también mecánica y manual, aunque con algún toque sofisticado como la lectura de los diafragmas a través de una ventanilla "ad-hoc" o su palanca de elevación de espejo. La versión electrónica/automática se llamó K2. Pronto fueron todas catalogadas, sólo sobrevivió (aunque con un gran éxito que ha llegado prácticamente hasta nuestros días), la incombustible K-1000 (una KM sin autodisparador). La decisión de Pentax de abandonar la línea "K" para pasarse a la línea "M" pudo estar provocada por el éxito de mercado de la diminuta Olympus OM-1. Pentax pareció darse cuenta de que su usuario modelo agradecería la compacidad extrema y sacó la que probablemente sea la réflex más pequeña del mercado, la MX (y luego la saga de las ME, automáticas). La MX era una extraña mezcla de tecnología y clasicismo. Usaba como fotómetro una célula de Arseniuro de Galio, cuyos resultados se podían consultar mediante atractivos "leds" que sustituían a las frágiles agujas de antaño. Pero, por todo lo demás, la MX era una Spotmatic reducida por los jíbaros a la mínima expresión. Estetas del diseño industrial han resaltado la elegante austeridad de su flanco derecho (si la tenemos enfrente): apenas veremos un solitario botón de rebobinado... Y basta de Pentax por ahora...

domingo, 25 de mayo de 2008

Otras Slrs profesionales

Al hablar de las cámaras profesionales, o mejor dicho de la cámara profesional ideal me he dejado fuera algunas cámaras alemanas. Por ejemplo la Contarex, peso pesado de la Zeiss Ikon que poseía algunas característica profesionales. No triunfó, entre otras cosas porque en los años sesenta valía lo mismo que un SEAT 600 nuevo. Más de 60.000 pesetas de la época y el doble que una Nikon F (siendo esta, ya de por sí, carísima). No quiero irme por las nubes pero es posible que por lo que valía una Contarex en 1965 es posible que uno pudiera comprarse un pisillo de segunda mano… Las Ikarex, ya de los primeros setenta y prácticamente el canto de cisne de la Zeiss (ya fusionada con Voigtlander, en realidad la Ikarex era un proyecto Voigtlander retomado por la Zeiss), eran semiprofesional, incluso una de ellas blasonaba de tal en un logo, pero no cuajaron porque se habían quedado obsoletas antes de nacer. No eran motorizables aunque algunos modelos sí tenían visores y hasta pantallas intercambiables. Sus objetivos, Skopar, eran lo mejor de todo, pero la Zeiss dio muchos palos de ciego. Aparecieron modelos con bayoneta propia, luego con rosca práktica (42mm)… y mientras pensaban si eran galgos o podencos los japoneses se los zamparon con patatas. Las Ikarex eran cámara gigantescas, de nula ergonomía. En cuanto a los resultados, la verdad es que no las he probado (tengo dos), pero seguro que, con los pedazo de objetivos que tenían, merece la pena. Ya les contaré.
Están luego las Edixas, curiosas cámaras también alemanas famosas por su poca fiabilidad mecánica. Producidas por la Wirgin, tenían, en efecto, visores intercambiables, pero ahí acaba todo su parecido con la cámara profesional. Tengo cuatro o cinco y ninguna funciona. Por cierto, la primera reflex automática del mundo fue una Edixa (más o menos por la misma época salió en Francia la Savoyflex).
He dejado para el final las que podríamos llamar “semiprofesionales”. Cámara compactas, mecánicas, dotadas de su propio “sistema” (que incluye motores profesionales, pantallas intercambiables, respaldos para película a granel), pero en las que se ha prescindido de los visores intercambiables. Interesante apuesta que a menudo fue elegida por los reporteros que preferían la compacidad y el pequeño tamaño antes que otras características. La pionera, debida al genio del diseñador Maitani, fue la Olympus OM1, que dio lugar a una saga (la OM2 y la OM4, electrónicas, y la OM3, mecánica y una de las cámaras mejor cotizadas incluso en estos tiempos digitales. Más tarde apareció la OM 2000, mecánica también, pero que nunca he tenido en mis manos). La OM1 era tan pequeña como una Leica II y completamente mecánica. Su diseño resultaba muy poco convencional, ya que las velocidades iban alrededor del objetivo (como en las viejas Nikkormat) y donde uno esperaba el dial de velocidades únicamente estaba el selector de ASA/DIN. Pero, sin embargo, la pequeña OM1 podía dotarse de un motor de hasta 5 fotos por segundo, de un respaldo de película a granel y tenía también pantallas intercambiables por el propio usuario. Su sistema antivibración en el espejo (mediante amortiguadores) fue único y es todavía inigualable.
La aparición de la OM1 hizo que Pentax apostara también por la miniaturización y el resultado se llamó Pentax MX, todavía más minúscula que la OM1 y todavía más profesional. Salvo curiosidades, como las primeras Zenit (no en vano se trata de una copia de la Leica II a la que se ha colocado un pentaprisma), es la reflex más pequeña del mundo y con el objetivo de 40mm que se diseñó especialmente para ella cabe en el bolsillo de una camisa. Ambas son ejemplos señeros de ingeniería humana. La MX usaba célula de Arseniuro de Galio (lo último de lo último, recordemos que la OM1 todavía usaba la vieja célula de Cds) y los datos se leían por leds (menos frágiles que la clásica aguja). Los diafragmas podían verse a través del visor, gracias a una oportuna ventanilla.
Poco después acudió al reclamo la Nikon, con su FM (seguida, años después, por la FM2, la FM3… y la penosa y plástica FM-10). La FM no era tan compacta como las anteriores y no disponía de un motor “tan profesional” (tanto el MD11 como el MD12 sólo llegaban a los 3,5 fps), aunque sí de pantallas intercambiables. Pese a haber llegado tarde y ser un poco más grande que sus rivales, era una Nikon. Es decir, disponía del mayor repertorio de objetivos de la historia, y eso se hizo notar. La FM se convirtió en el “segundo cuerpo” de todo profesional y para muchos (cargados de prejuicios contra la flamante Nikon F3, tan dependiente de las pilas) la primera. Su legendaria dureza y su precio “razonable” (tratándose de Nikon) la hizo pasar a la historia. Todavía es una cámara muy apreciada. La FM, antes de que se me olvide, tiene palanca para exposiciones múltiples.
Personalmente reconozco sentir debilidad por este tipo de cámaras, más modestas que las “profesionales”, pero mucho más “todoterreno”. Es muy fácil diseñar una cámara enorme y pesada, pero meter todo lo que Maitani metió en la OM1 (hasta un bloqueo de espejo, palanca de profundidad de campo, un contacto de flash que sirve a la vez para flashes electrónicos y de bombilla con sólo girar una palanca… Por fin, su visor cubre el 97% del fotograma, algo sólo frecuente en las cámaras verdaderamente profesionales. Por cierto que esa característica se me olvidó enumerarla en el artículo sobre “¿Cuál es la mejor réflex profesional de todos los tiempos?”.

¿Con cuál me quedaría? En mi caso con la Nikon FM, pero quizá por razones puramente egoístas. Dispongo de varios objetivos Nikkor, mientras que de Olympus o Pentax apenas tengo algún 50 mm… Así que… La verdad es que, por hacerle alguna crítica, la OM1 es una cámara un poco “marciana”, demasiado original (le pasa un poco como a los Citroën, y no sólo por su sistema de amortiguación). Por el contrario la MX y la FM son clásicas en la disposición de sus controles y de discretas rozan la fealdad… La encantadora fealdad de lo funcional, que llega a la belleza eliminando lo supérfluo. No son cámaras para lucir, sobre todo la minúscula MX. Un detalle que da un poco de repelús: el autodisparador de plástico de la FM. Estoy pensando en cambiárselo por el de una vieja Nikkormat…

jueves, 22 de mayo de 2008

¿La mejor reflex profesional de todos los tiempos?

Me adelanto a la conclusión final diciendo que, para mí, es (o fue) la Canon F1 (modelo antiguo, véase en este blog). Pero antes habría que definir qué consideramos una reflex profesional. Ciñámonos al formato universal, a los 35 milímetros de rigor. Una cámara profesional debería contar con una serie de características que la capacitaran para un uso versatil y todo terreno. Tendría que funcionar, por ejemplo, sin pilas. Resumiendo, he aquí algunas características que definen o deberían definir a este tipo de cámaras. Visores y pantallas de enfoque intercambiables. Dorso intercambiable (requisito para usar magazines de película a granel o un respaldo Polaroid). Capacidad de conectarle un motor de arrastre de más de 3 fotos por segundo (por debajo de esta velocidad hay que hablar de "winder" o bobinador). Palanca de profundidad de campo así como de levantamiento y fijacción del espejo (para evitar su vibración en velocidades muy bajas). Gama de velocidades que vaya, al menos, del segundo completo al 1/1000...

Cuando pensamos en una cámara profesional suele venirnos a la memoria pesos pesados como la Nikon F2 (véase en este blog) o la Canon F1, pero hay un buen montón de cámaras que cumplen las condiciones antedichas, o al menos la mayoría de ellas. Podríamos incluir en este "contest" cámaras como la Pentax LX o la Canon F1 (new), puesto que, pese a recurrir ampliamente a la electrónica permiten un uso manual, mecánico. Y quizá, por diversas razones, habría que añadira la Minolta XK (también conocida como XM y de otras maneras, ver en este blog) pese a ser una cámara electrónica con una única velocidad mecánica.

Creo que la primera cámara reflex de aspiración universal fue la Exakta (véase en este blog) fabricada por Ihagee en Dresden (ciudad que, por cierto, visité en marzo de 2008). La vieja Exakta disponía de visores intercambiables aunque no era motorizable y además tenía refinamientos como una cuchilla para cortar la película ya impresionada (gadget que tiene también la rusa Start (ver) y la italiana Gamma (ver), aunque esta última no es una reflex, sino una cámara de telémetro) y la posibilidad de velocidades lentas, de un segundo a doce segundos, haciendo un uso imaginativo del autodisparador. Esta característica la heredó la Nikon F2 muchos años después. Por no salirnos de Alemania, en los años de la guerra fría allí se fabricaron cámaras profesionales o semiprofesionales como las Praktina (visores intercambiables y un curioso motor a cuerda) o la mítica Pentacón Súper, monstruoso aparato supersofisticado, motorizable y muy avanzado para su época. También la más modesta Praktica VLC (ver), (y algunas exaktas tardías, práctica copia de la... práktica), aparato sencillo pero dotado de visores y pantallas de enfoque intercambiables, aunque no motorizable. Rusia produjo en corto número la ya citada Start, con innegable parecido con las exakta de posguerra, dotada de pentaprimas intercambiable y bayoneta propia para la que únicamente se produjo un solitario aunque excelente objetivo. Por último, siempre al otro lado del Telón de Acero, tenemos las ALMAZ (ver) (102 y 103), copias descaradas de la Nikon F2 aunque con ¡bayoneta Pentax K!, un aparato verdaderamente curioso y semiprofesional (motorizable y, según parece, con la posibilidad de un respaldo fechador).

Surje la duda de si incluir en este apartado de reflex profesionales a las japonesas Miranda (varios modelos, casi siempre bajo el nombre de Sensorex o Sensomat, ver aquí), ya que disponían de visores intercambiables y llegaron a ser conocidas como "la Nikon del pobre", pero cualquiera que haya tenido una en la mano sabrá la razón para no hacerlo.

Me olvidaba de las japonesas Topcon (Super RE y DM, puede verse la primera en este blog), únicas capacez de desbancar a Nikon del podio donde los profesionales de todo el mundo la situaron y escogida por la Marina norteamericana como cámara de reglamento tras un reñido concurso.

La Nikon F2 es, evidentemente, una cámara de cuya dureza y calidad nadie duda, pero en el fondo no es más que una modernización de la todavía más resistente Nikon F (ver, hay dos, con Photomic y prisma), con la cuál más de uno ha presumido de clavar clavos en la pared... En realidad hubiera bastado con diseñar un Photomic más moderno para hacer durar a la vieja Nikon otros veinte años... Porque, en efecto, ¿qué diferencia a ambas cámaras?. La F2 tiene una velocidad más alta 1/2000 y unas cuantas más bajas (obtenidas mediante el uso del autodisparador). Y ahí, practicamente, se acaban las mejoras. El fallo de diseño más grave de la F2 es el uso de un fotómetro situado sobre la pantalla de enfoque. Que en 1971 Nippon Kogaku repitiera el error de 1959 (fecha en la que aparece la mítica Nikon F) parece increíble. Al incluir el fotómetro en un visor especial, el antiestético "Photomic", la cámara queda privada de medida fotométrica al sustituir este por cualquier otro visor. Como quiera que esta es, precisamente, la característica principal de una cámara "profesional", habrá que concluir que el error es garrafal.

¿Cómo solucionaron este problema las otras marcas? Topcon lo hizo ya en 1963 colocando la célula tras un espejo semitraslúcido. Le siguieron Leica (en su Leicaflex II, cámara que no incluimos en este estudio, pese a su alta calidad, por carecer de visores intercambiables), Miranda, Mamiya (ver la MSX 500, que contaba con este refinamiento), Praktica (ver la VLC en esta página)... Canon, en su F1, sin embargo, toma la luz de la propia pantalla de enfoque a través de una célula lateral. En todos estos casos el fotómetro funciona a través del objetivo e independientemente del visor colocado.

Topcon, al menos en su primer modelo (la RE Super), carecía de botón de elevamiento del espejo (MU, Mirror Up, necesaria para fotografías tomadas a muy lenta velocidad: la trepidación del espejo al subir puede arruinar una buena foto) y su velocidad máxima sólo llegaba a 1/1000, carecía de velocidades inferiores al segundo. Tampoco su motor podía pasar de los tres fotogramas por segundo, en lo que resultó pronto superado por Nikon, Canon, etc.

En cuanto a la Canon F1, resulta la cámara perfecta, o por lo menos la más cercana a resultarlo. Tiene todas las características fundamentales a lo que hay que añadir su legendaria dureza y la variedad de objetivos y accesorios. Una única pega: la ausencia de velocidades inferiores a 1 segundo. En eso, y sólo en eso, es superada por las viejas Exaktas y por la Nikon F2.

He dejado para el final una de las cámaras más curiosas de la historia y que no "debería" aparecer en este estudio porque no es una cámara mecánica. Me refiero a la Minolta XK, conocida también como XM y X1, dependiendo del mercado donde fuera comercializada. La XK salió al mercado en 1973 y era ya una cámara electrónica prácticamente equivalente a las reflex profesionales aparecidas diez años después (pienso, sobre todo, en la Nikon F3). Su gama de velocidades iba de los 16 segundos completos a 1/2000. Disponía de visor y pantallas intercambiables si bien hasta los modelos aparecidos tres años después no llegó a ser plenamente motorizable. Disfrutaba de automatismo con prioridad a la apertura (tomando una apertura dada la cámara seleccionaba una velocidad variable. Estas velocidades infinitamente variables podían ser también seleccionadas manualmente). El visor disponía de cortinillas para que la luz que entrara por el ocular no alterara la lectura al colocar la cámara en un trípode. Este refinamiento fue conservado en su lejana heredera, la Maxxum 9.000, también la primera autofocus profesional de la historia y la única (que yo sepa) utilizable sin motor. Otro refinamiento de la XK era un interruptor que se accionaba al sujetar la cámara con la mano derecha, incluso si el fotómetro estaba desconectado. Esta característica fue luego anulada, pero "resucitó" en las autofocus de los años 90. La XK, no obstante, sólo disponía de una velocidad mecánica (1/100) y ello, unido a cuestiones comerciales, hizo que no lograra introducirse en el mundillo profesional. La gama de su fotómetro llegaba a los 6.400 ASA, algo notable entonces y hasta ahora. Que yo recuerde sólo superada por la Canon A1, que llegaba a los 12.800. Sólo hay que cogerla en la mano, sobre todo con el Rokkor 58 F:1,4, para comprender que estamos ante un peso pesado y una cámara mítica. Pero, profesional profesional, la Canon F1. La Nikon F2 es un ejemplo evidente (otros: IBM frente a Mac, VHS frente a Beta) de que no siempre triunfan los mejores. No quiero con eso decir que la Canon no triunfara, pero cualquiera que se haya movido en el mundo de la prensa profesional estará de acuerdo que se veía una Canon por cada 10 Nikon. Me refiero a los años setenta, luego Canon fue sacando pecho.

lunes, 7 de enero de 2008

La Dama del Lago

La primera vez que estuve en Navalesa yo tendría seis o siete años. Nos llevó –a mí y a mi hermana mayor- mi padre, que había descubierto las ruinas de este despoblado pocos años antes. Por aquel entonces aún quedaban muchos edificios en pie y aunque la vegetación había invadido la mayor parte de las calles todavía podía pasearse por algunas y entrar en las casas y edificios públicos. Lejos de parecernos un lugar triste, recuerdo que lo pasamos muy bien, hasta encontramos juguetes en algunas casas.
El verano pasado visitamos de nuevo las ruinas de la ciudad pinariega. Mi padre buscaba documentos sobre un piloto alemán, Sigfried Sonnerman que pasó parte de la guerra en Soria y del que se sospecha que tuvo algo que ver con los maquis de Pinar Grande y Cebollera. Sigfried murió en el aeropuerto de La Rasa (Burgo de Osma) en circunstancias todavía no aclaradas. Hasta hace poco la lápida que conmemora su muerte podía verse a la derecha de la carretera que lleva de La Rasa a Navapalos, pero alguien se la ha llevado. Un misterio más.
Navalesa, o lo que queda de ella, sigue en medio del pinar, en un paraje ya casi inaccesible hasta para los vehículos todo terreno, y más si no se conoce su emplazamiento exacto. No creo que hoy día queden ya muchos capaces de llegar hasta allí y, viendo lo que ha pasado en otros lugares (pienso en Belchite) quizá sea mejor que así sea.
No voy a contar aquí su historia, la historia de Navalesa, pues ya es famosa, pero sí decir que desde que la conocí por primera vez, siempre me ha impresionado su aire de desolada grandeza, su trágica belleza solitaria sofocada día a día por el abrazo vegetal del bosque.
De entre los edificios que quedan todavía en pie sobresale el antiguo casino con su amplio salón de actos. Más de una vez he soñado recorrerlo melancólicamente, escuchando mis pasos por las desiertas estancias… Impresiona ver los murales que pintara en su día Rafael de Penagos, o pensar que en su salón de actos habló Antonio Machado, José Tudela o Luis Carretero Nieva. Mientras, pasan los años y se va olvidando la gesta de los navalesanos, muertos o dispersados casi todos por la guerra civil (los últimos supervivientes se unieron al Eusko Gudarostea), los pocos restos todavía identificables que las ruinas custodian van deteriorándose de año en año. Algún día, dentro de no mucho, será imposible llegar hasta sus casas y plazuelas, o –lo que es peor- no quedará ya nada que justifique el viajar hacia ellas.
Pero de la última visita regresamos todavía con bastante material en buen estado. Me refiero a material escrito. Actas del ayuntamiento, legajos judiciales, viejas escrituras, o ejemplares del ECO DE NAVALESA, cuya colección completa ha ido trayéndose mi padre en viajes sucesivos y que guarda en su casa de campo en la confianza de que, algún día, estas cosas vuelvan a interesar a alguien.
Y fue en un ejemplar del ECO, concretamente el de la segunda quincena de mayo de 1932, donde encontré la historia de la Dama del Lago. Una historia que desde entonces me ha fascinado y ha conseguido también robarme más de una noche de sueño.
Lo primero que me llamó la atención y me forzó a leer fue la reproducción de un grabado del XIX, que ilustraba la historia. La acción transcurría en la cercana Laguna Negra, y el grabado, horripilante, representaba el encuentro en el fondo de su piélago, de los restos de dos personas, un hombre y una mujer…
La mujer vestía a la moda de principios del XIX y el hombre un traje de torero de la época goyesca. El artista, de muy rudimentarios recursos, no se había preocupado de la incoherencia que suponía representar los trajes en buen estado, pese a la inmersión en el agua de la laguna, mientras que los ahogados aparecían ya completamente desencarnados, puro esqueleto…
Tan macabro, tan de “España negra”, me pareció la ilustración que no tardé en leer la historia de cabo a rabo, ya en el viaje de vuelta hacia Soria.
La firmaba uno de los colaboradores habituales de EL ECO DE NAVALESA, Simón Apezcoitia (no sé si sería un seudónimo, porque el apellido parece vasco), siempre interesado -a juzgar por la temática de la mayoría de sus colaboraciones- en asuntos de historia y de leyenda. En aquella ocasión Apezcoitia confesaba haber encontrado un manuscrito en los archivos del monasterio burgalés de Oña[1], debido a la intervención que tomó en los hechos allí descritos el Santo Oficio. También, ya lo iremos viendo, participó el poder temporal, aunque no parece que se produjera un conflicto de jurisdicciones.
Pero vayamos a la historia. Cuenta Apezcoitia que había en la villa burgalesa de Neila una dama de alta alcurnia de nombre Asunción casada a la sazón con otro noble de la comarca, del linaje de los Goyti. La belleza de la dama era notoria y comentadísima en el entorno. Casi tanto como la circunstancia de que el matrimonio, pese a estar bendecido por dos hijas y un niño, distaba mucho de ser feliz. El carácter del barón (Nicolás era su nombre) no era de los más dulces ni amables y pronto aquella unión, que probablemente había nacido no del amor sino de los intereses de casta, quedó reducida a un mero contrato conyugal. La diferencia de edad –el barón casi doblaba los años de la baronesa- no contribuía a estrechar los lazos de la pareja. Hacía cada uno la vida que prefería a su gusto y el marido pronto comenzó a entretener sus ocios participando en corridas y capeas allá donde se celebraran.
Tanto porfió en aquella su afición que pronto se desentendió de cualquier asunto que no tuviera que ver, directa o indirectamente con el planeta de los toros. Lo insólito de su pasión, lo que hizo murmurar a muchos, es que, a diferencia de otros nobles que se han interesado por la tauromaquia, nuestro hombre desdeñaba el toreo a caballo, el arte del rejoneo, y gustaba de participar con lo que era ya su incipiente cuadrilla en el toreo a pie, tenido hasta entonces como propio de villanos y de la clase del común.
Pronto, para pasmo de los aristócratas burgaleses y sorianos relacionados con su familia, el barón Nicolás se convirtió en torero de los pies a la cabeza y, a deducir por los datos que reproducía el artículo de Apezcoitia, no de los peores.
Mientras tanto Asunción languidecía en la casa solariega de Neila, al cuidado de sus hijos, que se habían convertido para ella en su único motivo para vivir. Casada en plena adolescencia con un hombre al que no amaba, despreciada por éste, que desdeñaba su compañía por la de banderilleros y meretrices, la dama hubiera pasado el resto de su vida consagrada a la educación de los tres hijos del matrimonio de no ser por…
Un buen día visitó al matrimonio un caballero soriano, Gabino, del linaje de los Chancilleres, emparentado lejanamente con la dama. El soriano, algo mayor que su prima pero mucho más joven que su marido, quedó enamorada de ella a los pocos minutos, tanta y tan profunda era la belleza y la bondad, que –al decir de las gentes- emanaba del óvalo de su cara, de su largo cuello y de sus negros cabellos rizados. Pronto ella notó en su cuerpo sensaciones que creía olvidadas y, cuando la primera insinuación se produjo, ella respondió con escasa demora.
Los dos comenzaron una corta historia de amor a espaldas del noble torero y, por supuesto, del resto de la sociedad de su tiempo.
Se sucedieron las visitas justificadas de un modo cada vez menos creíble por las relaciones interfamiliares, y luego las citas furtivas en el pinar, con el pretexto de partidas de caza o de paseos hípicos, aduciendo la cata y doma de un nuevo alazán…
Para su desgracia, un secreto a voces.
No tardó mucho el barón en saber por terceros de lo que pasaba a sus espaldas. Cuando lo supo montó en cólera, pese a que no amaba –nunca había amado- a Asunción, la consideraba de su propiedad. Por lo demás, le dolía ser traicionado por alguien que había entrado en su casa acogiéndose a su hospitalidad. No le resultaba tampoco plato de gusto ser burlado por alguien más joven y, por lo visto, más apuesto.
Pensó en tomar venganza personal, retando a duelo al soriano, también pensó luego en hacer ingresar en un convento a la adúltera, pero antes que todo pensó en sorprender públicamente a la pareja en medio del pecado…
Pensó muchas otras cosas, aunque casi todas las descartó. No le convenía ni le gustaba el escándalo, ni el convertirse en el hazmerreír del populacho. Pronto llegó a la conclusión de que era mejor vengarse en silencio, que sus sicarios degollaran al adúltero cuando fuera o volviera de sus citas pecaminosas. Sabía que la muerte del objeto de sus amores sería el peor de los castigos para Asunción…
Pero el tiempo, o el destino, no le permitieron culminar sus proyectos. Una tarde de sol, en la plaza de Roa, el barón fue corneado bárbaramente por un toro del campo charro. Los físicos que le atendieron pensaron en un principio que podrían salvarle la vida, pues la cornada no había interesado órganos vitales y pudieron cortar la hemorragia sin mucho esfuerzo. Pero en los días siguientes se le declaró una infección generalizada que los médicos no pudieron atajar de modo alguno. Él, por su parte, pese a las mentiras piadosas de los galenos intuyó enseguida que iba a morir. Confesó a los más allegados que lo que más le dolía, en aquella tesitura, era dejar en agraz su proyecto de venganza.
Poco antes de morir hizo venir al notario de Salas de los Infantes y mandó también llamar a su esposa, que durante su enfermedad había demostrado un dolor y un desconsuelo perfectamente mensurables. Como luego se supo, el barón amenazó a su cónyuge con repudiarla en el lecho de muerte, lanzando la acusación de adulterio, aparte de desheredar a sus tres hijos declarándolos bastardos. Ya entre los delirios de la agonía el malvado le pintó con los peores colores el futuro de su descendencia. Privados de medios económicos y del apellido, hijos presuntos de una relación adulterina (pues tal cosa pretendía declarar ante el notario), se verían arrojados al torbellino de la vida en la peor de las condiciones. Si ella quería evitarles este destino tendría que seguir punto por punto los términos de un codicilio que a continuación pensaba dictar.
Como luego se supo las condiciones eran las siguientes. Cuando él muriera había de hurtarse su cadáver del lugar donde fuera enterrado y, tras vestirle con el traje de luces con el que el toro le había corneado en Roa, ser arrojado al centro de la Laguna Negra, en un lugar preciso que debería señalarse con una boya. Cuando pasara no más de una semana, su viuda debería embarcarse en una chalupa de fondo plano capaz de soportarla a ella y a su caballo preferido, pues ella –vestida con sus mejores galas- debería embarcarse montada sobre él. Una vez que la barca llegara a la altura de la boya que señalaría la tumba acuática de su marido, el notario debía certificar estos extremos y a partir de ahí quedaría ella sin más requisito en posesión de todos los bienes legítimos y se anularían todos los documentos -que él dejaría también firmados- acusándola de adulterio, repudiando a los hijos, etc.
Visto así, no parecía más que una excentricidad de moribundo, pero inofensiva al fin. La realidad, sin embargo, era muy otra, y la baronesa enseguida la adivinó, como luego veremos.
Poco después murió el barón y sus deseos se cumplieron. Tras el sepelio un grupo de fieles extrajo su cadáver del panteón familiar y lo arrojó a la cercana Laguna Negra. No, sin embargo, sin que el robo sacrílego fuera descubierto y execrado por el clero local. Comenzó a conocerse la verdad, hay quien dice que debido a indiscreciones del propio notario, o de los mismos sicarios que habían participado en el robo.
Se hicieron investigaciones discretas, pero la sombra del poder del barón, aún después de muerto, era considerable y nadie quiso comprometer su futuro enfrentándose directamente a sus proyectos.
Pocos días después la pobre Asunción cambió el luto de circunstancias por uno de sus mejores trajes y se embarcó en la nave de fondo plano que, mientras tanto, se había hecho llegar a la laguna. Antes de subir con su caballo, sin embargo, habló a los presentes, que eran muchos, pues la curiosidad por la extraña promesa había hecho llegar a aldeanos de las poblaciones cercanas.
Los documentos de la época dicen que la baronesa estaba muy hermosa subida en su montura preferida y que vestía una camisa blanca abullonada que resplandecía al sol incierto de la mañana, sobre todo cuando se despojó de la sobrepelliz que la ocultaba.
La baronesa maldijo ante todos al difunto marido, confesó su amor por el caballero Gabino y anunció que en cuanto llegara al centro de la laguna la verían morir, pues sospechaba que su marido había hecho llegar desde la Corte a uno de los mejores tiradores del reino. Este anuncio provocó que la muchedumbre se encrespara, algunos salieron en busca de la autoridad más cercana, otros, lanzándose al agua, quisieron impedir que la nave se separara de la orilla y avanzara hacia el centro del lago, donde le esperaba la muerte. Otros, más decididos, salieron a patrullar por las inmediaciones esperando descubrir al francotirador si, como la que iba a ser pronto su víctima había vaticinado, se ocultaba entre las frondas que rodeaban la laguna…
Todos los intentos fracasaron. El piloto de la nave, acuciado por los altos emolumentos que le habían sido prometidos, prosiguió inflexible su trayectoria. La dama, por su parte, tampoco le estorbó en su cometido, dando a entender que lo aprobaba, por no quedarle otro remedio.
Quienes la vieron adentrarse en las aguas, dicen que iba roja de ira, pero que los arreboles la hacían todavía más bella, erguida como estaba sobre el fiel caballo. Iba hacia la muerte y la movía el amor filial, el deseo de evitar a su descendencia el oprobio y la miseria.
Sabía que, bajo el espejo oscuro de la laguna, le esperaba su rencoroso cónyuge, desando unirse para siempre con ella.
Sus temores se confirmaron. Cuando estuvo en la vertical que señalaba la boya todos la vieron escudriñar las orillas, queriendo descubrir de dónde le llegaría la muerte, pero nadie habló, en aquella lúgubre jornada, de que temblara por el frío de la mañana.
De la muchedumbre que todavía permanecía en la orilla emanó un murmullo de preocupación y muchas fueron las voces que, entre sollozos, rogaban a la señora que volviera o, al menos que bajara del caballo y se ocultara tras su grupa. Otros insultaban al barquero y le exigían que trajera de vuelta a su pasajera a la orilla, pero sin que ni unos ni otros consiguieran variar en absoluto la dramática escena: allí seguía, indignada pero no asustada, la víctima. Escuchábanse –mientras- los gritos de los hombres y los ladridos de los perros que escudriñaban las orillas en busca del verdugo.
Fue entonces, dicen los cronistas, cuando sonó un disparo –uno sólo bastó- y todos vieron florecer un clavel granate en la blanquísima pechera de la figura femenina sobre la que convergían todos los ojos. Ella se alzó por última vez sobre los estribos, como si quisiera, medio inmersa ya en las sombras de la muerte, reconocer a su asesino entre las copas de los árboles que bordeaban la laguna. Quienes vieron la escena, declararon después que Asunción tuvo tiempo todavía de persignarse el pecho con la señal de la cruz y aún otros afirman que abrió la boca para decir algo, pero nadie pudo escuchar nada. Luego se desplomó, blandamente, en un revuelo de blondas y mecida por una onda de voces solidarias que querían arroparla en su último momento, se hundió en las aguas. Quedó su gorro flotando, que el barquero, más preocupado por su integridad que por recuperarlo, abandonó a su suerte, mientras trataba de ganar la otra orilla y hurtarse a la indignada multitud que veía en él al único chivo expiatorio de aquel sacrificio horrible.
Nunca se supo quién fue el misterioso fusilero que se llevó por delante la corta vida de la que a partir de entonces se conocería como La Dama del Lago. En las investigaciones que subsiguieron se hizo encuesta del paradero del tirador de elite amigo de Nicolás, pero según parece éste ni siquiera se encontraba en España.
De esta historia sabemos muy poco más. Que el caballero soriano, Gabino, cuando supo lo sucedido, se volvió loco de dolor y partió para un largo viaje del que nunca regresó.
Que el notario tuvo que explicar muchas cosas a las autoridades civiles, aunque se dio tácitamente por bueno el codicilio, y en honor al mismo los hijos del matrimonio fueron confirmados en prebendas, títulos y posesiones. Lo más curioso es que de no haber intervenido, a posteriori, el Santo Oficio, poco o nada sabríamos de toda la historia. En efecto, debido al robo sacrílego del cadáver y a la sospecha de que la dama, al aceptar su muerte, hubiera incurrido en pecado de suicidio, la Inquisición tomó cartas en el asunto y, con su proverbial meticulosidad, halló verdad en todo ello, aunque no llegó a conclusión alguna (quizá porque no había a quien meter el diente, todos estaban muerto o huidos) y terminó por dar carpetazo a todo el asunto…
Y eso es todo, porque no he podido hallar documento alguno que hable de esta historia. A veces pienso que sólo es una romántica y melodramática leyenda fruto de la imaginación de Apezcoitia. Puede ser, quién sabe… Pero el grabado que reproduce EL ECO DE NAVALESA y que, según Apezcoitia, ilustraba un pliego de cordel relativo a la leyenda de la Dama del Lago, parece bien real…
Hay una manera de saber si todo fue cierto. Bastaría con sondear la laguna, pero siempre se ha dicho que no tiene fondo. Yo prefiero quedarme con la duda.
[1] O quizá procedente de ellos, no tengo ahora el dato a mano

Ruby Tuesday

Por alguna razón que se me escapa recuerdo la primera mitad de los setenta como una época bastante lluviosa. Casi todas las imágenes de aquellos años (mis "teen") están envueltas en "noche y niebla", quizá porque fueran tiempos borrascosos, no lo sé, pero es así. Uno diría que se pasó cuatro o cinco años chapoteando por la Calle Mayor con las manos en los bolsillos, o recorriendo reiterativamente cierto número de estancias donde hallaba calor y comprensión.

Uno vive sus tiempos y goza de su generación, pero a la vez está con un pie atrás y otro, supongo, adelante. Sea como fuere, recuerdo que compraba los éxitos de T-REX, y hasta debí creer por algún tiempo que eran "los nuevos Beatles". Todavía existían los singles y para el grupo de Marc Bolan (que era, básicamente, un dúo) bastaba sacar un nuevo "hit" para situarse en dos o tres semanas en el número uno del Top Ten británico. Eso pasó con "Get it on" y con muchos otros (incluída una frenética versión del clásico de Cochran "Summertime Blues"), hasta, creo recordar, con el último coletazo que fue "Metal Guru". Poco después el espiritado Marc Bolan sufrió un accidente y falleció, o poco menos.

Evidentemente en aquellos años escuchaba algo más que los lamentos adolescentes del andrógino Bolan. Por ejemplo (y ya entonces parecía casi una anacronía) a los Rolling Stones. Justamente habían roto con su casa matríz (la Decca) y a medida que ellos iban sacando nuevos discos, sus anteriores editores, basándose en alguna cláusula sibilina del contrato ponían en el mercado un disco recopilatorio tras otro. Fue a esa etapa ya tardía de los Rolling, justamente pasada la vorágine de los sesenta, a la que llegué, y esto, lo de llegar a las modas con retraso, creo que se convirtió en una costumbre.

Pese a mi precocidad innegable lo cierto es que los "happy sixties" me pillaron demasiado verde y los fui descubriendo más bien en la década siguiente. Ese fue el caso de una canción como Ruby Tuesday, contemporánea de "Penny Lane" (Lennon & Mc Cartney) y como ella vagamenta londinense y "mod".

Esa indefinible melancolía del tiempo otoñal, de los domingos por la tarde (o de los martes, en este caso), me prendió en seguida y como iba ambientando mis vivencias en los lugares que conocía, fueron algunas traseras no muy bien olientes de la calle de la Económica (vulgo "Calleja Sucia", casi una Penny lane de la altimeseta) donde situaba los escenarios emocionales de estas y otras canciones. Quizá por asociación de ideas, porque por allí, no mucho antes, había hecho deambular a los personajes dickensianos de "Canción de Navidad", "Oliver Twist" (que, para mi sorpresa, nada tenía que ver con Chubby Checker, ni con los primeros botes de cristal herméticos que llegaron a "Los Sevillanos" conteniendo encurtidos y con este término polisémico -Twist- escrito en la tapa) o al un tanto repollo David Copperfield...

Así que Ruby Tuesday, por aquel año 71 o 72, no mucho después de mi aventura carcelaria, significaba lluvia, soledad, domingo por la tarde, indefinible melancolía, añoranza de lo no-vivido y otras reminiscencias de ese tenor.

Por aquel entonces solía pasar ratos de intimidad en un sótano que había habilitado para escuchar música, leer, etc. y a donde llevaba invariablemente las escasas conquistas femeninas que realizaba.

Una de ellas, uno de esos amoríos sin futuro de la adolescencia, fue una estudiante de enfermería, menuda y aniñada (bueno, "era" una niña, pero entonces dudo que me lo pareciera) con la que pasé algunas tardes en aquel tiempo. Recuerdo que era una persona melancólica, quizá tanto como yo lo soy y que en aquellos encuentros fugaces, dominados seguramente por el entorno del sótano, que era bastante hosco y hasta tremebundo, solíamos ponernos bastante depresivos. Aquella chica, a la que dejé pronto de ver por razones que he olvidado y que nunca más he vuelto a encontrar, era cubana: aunque de raza y aspecto occidental la delataba la dulzura de su acento. De algún modo no muy explícito sé que "la heredé" de un compañero de militancia antifranquista bastante mayor que ambos. "No se entera de nada", sentenció el rojeras (creo que ahora anda de corresponsal en Canadá),quien había intentado explicarle varias veces las excelencias de la revolución castrista, pero la chica, hija de exiliados, aunque compartía vagamente nuestra progresía, no tragaba a Fidel.

Fue ella, en aquellas tardes de agridulce placidez, quien me habló por primera vez de Melanie y de su voz portentosa.

Algunos años después, cuando por fin tuve un trabajo estable y unos ingresos regulares, uno de los primeros discos que compré fue una recopilación de Melanie y para entonces comencé a darme cuenta del prodigioso parecido físico que "mi" cubanita guardaba con la cantante.

De aquel Ruby Tuesday, rollingstoniano, a este otro todavía más sosegado y tristón iban algunos años, pero sé que lo escuché por primera vez a solas, en lo que fue mi primer "piso de soltero", en la plaza de Fuentes Cabrejas, y que llovía, y que por un ventanuco del patio de luces se escuchaba a una madre cantar algún soniquete somnoliento a su hijo pequeño...

Las notas de esta vieja canción suelen traerme el recuerdo de aquellos años y la indefinible languidez de una relación apenas entrevista, en agraz, que no desembocó (como tantas otras) en nada concreto, apenas un esbozo, un garabato de sentimientos indefinidos. La duda del qué hubiera pasado, en qué hubiera parado aquello, a veces me seduce, y hasta hago cabalas. Lo de siempre, cuántos años tendrían nuestros hijos, cómo hubieran transcurrido nuestras vidas, bifurcaciones incógnitas de esos senderos laberínticos de los cuáles a duras penas conocemos un ramal: el que nos ha traído hasta aquí, para bien o para mal...

Por todo ello Ruby Tuesday es la sintonía de una nostalgia que ya tiene estratos, sótanos y semisótanos, minas y contraminas, galerías muy profundas donde el aire se ha enrarecido demasiado ya como para descender sin el auxilio de oxígeno. Y en su penumbra, en los recovecos del laberinto, con una acústica de bóveda románica, mientras fuera cae mansamente la lluvia o la nieve, todavía se escucha la voz desolada y sin esperanza de Melanie Safka: Good bye, ruby tuesday...

Antonio Ruiz Vega