lunes, 7 de enero de 2008

Del intelectual taurófilo como sobre-cogedor

Alguien ha escrito que cuando los pintores se reúnen no suelen hablar, como pudieran creer los críticos y hasta el público en general, de altos conceptos de estética o de si el color es onda o corpúsculo, sino –con mucha mayor frecuencia- de la calidad de los pinceles, de cómo conseguir determinado pigmento o de dónde venden el mejor lienzo a precio más barato. Como he sido cocinero antes que fraile, diré que corroboro lo anterior añadiendo, a lo sumo, que eso sucede en el mejor de los casos. En el peor, la charla suele versar sobre subvenciones, porcentajes de galeristas o de cómo torear, discretamente, a Hacienda. Muchas de las veces, sobre todo si los pintores son españoles, la sobremesa suele ser monotemática: nueva edición de las Jornadas Nacionales de Poner a Parir al Ausente.
Si cambiamos el tercio y pasamos de las Bellas Artes al mundo del toreo, sucede algo parecido. Las conversaciones entre toreros –y he asistido a bastantes- suelen girar sobre conceptos profesionales relacionados casi siempre –por no decir siempre- con el dinero. No esperemos que especulen sobre el origen mítico de la Fiesta. Ninguno ha leído a Montherlant, se lo aseguro…
Con esto del toreo pasa como con los famosos Cine-Forum de los años sesenta. Con frecuencia la película solía gustarme. Lo que no soportaba era el coñazo posterior. Y si nos ceñimos a la vida sexual, diría lo mismo. Los comentarios suelen sobrar.
El torero escucha con pasmo y sorpresa, aunque halagado, las campanudas disertaciones que sobre la faena que ha efectuado emiten los cerebros grises de la tauromaquia. Al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿No son ídolos mediáticos? Todo lo que digo del toreo pudiera aplicarse, quizá con más razón, a los ídolos del Pop. Generalmente ganapanes politoxicómanos escapados del lumpen, mediocres silbadores de estribillos que, en el mejor de los casos, son discretos artesanos de lo musical. Ellos son los primeros sorprendidos de los excesos deletéreos de la crítica especializada.
El toreo es, básicamente, un espectáculo. Alegre por lo demás. Una excusa para el encuentro entre amigos y para el comentario jugoso. Fiesta. Popular. Para la gente de a pie que se lo ha currado durante siglos. Merecido descanso arrancado al poder, siempre empeñado en controlarlo, censurarlo, recortarlo…
Frente al aburrido caracoleo del rejoneador (“caballero”, no lo olvidemos), el torero es el hombre a pie enjuto que al mismo nivel se enfrenta al rumiante con poco más que sus manos. Es el hombre del pueblo y por eso el pueblo le aplaude y le jalea.
Cuando se disparan las interpretaciones más alambicadas casi nadie dice ya que el diminuto torero, en zapatillas bajas, se enfrenta a lo que pudiera ser la ominosa imagen del Poder. Así lo vio Picasso en sus Tauromaquias.
El torero, cuando triunfa, se desclasa, pero –salvo excepciones- sin perder nunca el pelo de la dehesa. Por algo será. Y aunque se sorprenda y se enorgullezca cuando los donfiguras le ponen de émulo de Teseo, nunca acaba de creérselo. El intelectual, metido a taurófilo, es para él una clase –más sofisticada- de sobre-cogedor. Mejor que no se crea nada, porque no durará mucho como torero popular.
Por suerte suele venir en su ayuda el sentido común y la innata desconfianza del iletrado hacia el tío leyes. El piloto automático de la sensatez. El torero, al menos los que yo conozco, no necesita –como los césares romanos- a un esclavo que le lleve la corona y le vaya recordando que es mortal. Está harto de saberlo.

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